Héctor Montes sólo tiene tiempo para charlar de pie. Lo hace mientras sostiene una bandeja con la mano izquierda, la misma en la que lleva un trapo rejilla. Controla sus mesas con el rabillo del ojo. Cuando no está sirviendo una, está levantando otra. Cuando no está tomando un pedido, está dando un vuelto. Cuando se acerca a la barra, la única voz que se eleva por encima del chisporroteo de la cafetera es la suya. Toma un vaso de agua sino hay nadie en el salón.
Hace un instante, les ha llevado unos cafés con leche a cinco agricultores que aguardaban afuera y que suelen ir cada mañana y ubicarse en la misma mesa, aún en esos pocos días del invierno tucumano en que la temperatura es extrema. Héctor -60 años, pelo oscuro y cejas revueltas- ha saludado a cada uno con un apretón de manos. Desde hace 13 años, es mozo en Tennessee, un bar situado en el corazón de Yerba Buena. Y durante los 15 años anteriores desempeñó el mismo oficio en el paseo Edelweis, la primera galería comercial de ese municipio.
Así se explica porqué Héctor afronta su oficio con aspecto tranquilo, incluso en las horas en las que a los que trabajan aquí les sube la tensión. Desde hace más tres décadas, sirve mesas con una sonrisa intermitente que se enciende cada vez que se acerca a un recién llegado.
- Temprano viene gente del campo. Son conocidos. Después, a eso de las 11, llegan las chicas. Salen del gimnasio y se encuentran con amigas. A ellas también las conozco -dice. Y se nota. Se nota cuando una de esas "chicas", de unos 45 años, se instala frente a la vidriera y, sin levantar siquiera un dedo, Héctor le acerca un cortado en jarrita.
-¿Cómo anda, Héctor? -lo saluda ella. Viste ropa deportiva y ha pintado sus labios.
-Bien, ¿y el jefe cómo está? -contesta él.
Alrededor, una madre desayuna con su hija adolescente. Dos hombres conversan cuando sus celulares les dan tregua. Héctor va y viene, a toda velocidad. Lleva unos zapatos lustrados, pantalón negro y una chaqueta naranja. Con la rejilla repasa las mesas cada vez que se sienta un comensal, especialmente las de afuera, que suelen estar cubiertas de polvo. De los siete días de la semana, trabaja seis. El suyo es un rubro sacrificado ("uno siempre está laburando mientras los demás se divierten"), pero lo disfruta.
Al rato llega un señor mayor. Héctor cuenta que es cliente desde hace 20 años ("¡si viera cómo se trabajaba antes! La gente dejaba buenas propinas"). El viejo le pide "lo de siempre" y un diario. Entonces él vuelve sobre sus pasos, carga en la bandeja un café, dos alfajores de maicena y un vaso de soda. Deposita la vajilla sobre la mesa del hombre, intercambia unas palabras y sale: en las galerías alguien ha levantado un brazo.
Falta una hora para que llegue el mediodía. Hasta ahora, Héctor no ha tenido respiro. Pero en un rato las sillas se vaciarán y se quedará quieto, aunque más no sea unos minutos. Ala hora del almuerzo los bares de esta ciudad recostada en la montaña se tranquilizan. Y continúan así hasta el atardecer, cuando vuelve el trajín. Para ese entonces, Héctor le habrá cedido su puesto a un compañero de otro turno.